viernes, 27 de octubre de 2017

Bosque de papel

     Yo nunca comprendí como fue que en esa cajita enmaderada fueron aprisionándose tantas letras. Soportándose entre papelería y servilletas, en dibujos y composiciones que almacenaban instantes, biografiando momentos con fecha y hora firmados.
     Yo nunca me esperaba tantas palabras sorpresivas en mañanas anochecidas, cuando los cuerpos ya se habían desligado al frenesí de las distancias, entre pensando deseos, e imaginando verdades.
     Desde esos entonces todo era una verborrea, frases entre cruzadas que se entrelazaban entre medio de los trenes del truculento puerto. Versos a la gorra que promulgaban corazones al boleo, que entre meneo y meneo, iban y venían con más de una nueva carta que sin código postal se inmiscuía por las paredes señalizando las nuevas direcciones que se inauguraban de puro tanto amarse. Y querer escaparse para luego torturarse, tatuando más que pensamientos sobre nuestras pieles grafiteadas de un no sé qué, ni comprendo tampoco cómo fueron tiñéndose entre un puro árbol que logró aflorar en el tecnicolor de la novela.
     Yo hasta ahora no entiendo cómo se mantienen ahí miles de letras con insomnio, de noches enteras a velas de humo que se obligan a perder en universos binarios que se citan académicos. Contra los plagiados de mentiras que tratan de entrar a la tumba de palo que sostiene no más que recuerdos, que a veces se escapan a zapatazos entre las nuevas cuevas que se decoran en celulosas que revolotean formando un pantano. Un bosque de papel que florece en cada dedicatoria alucinada, por cada verso imaginario que emana desde el palpitar agitado que anhela aquella lengua que a conversaciones culminó por recorrerte en 5 idiomas de emociones.
     Y yo todavía no entiendo qué podía salir mal esa noche.

Pd: Sin postdata.

viernes, 9 de junio de 2017

Incendio en el Mercado ¿A cuánto el kilo?



     Y es que claro, como todo dueño de casa, a esas alturas de su vida le era inevitable pasarse uno que otro día de la semana por las calles aliñadas del Mercado de Valpo. Después del trabajo, por Uruguay, buscando ese comino faltante, la pomadita para el pecho, o sus cabecitas de pescado para la sopa del gato. La avenida, como uno de los tantos malls ambulantes que dirigen la ciudad en un “a luca caserito”, lo guiaba hacia su destino verdulero, consiguiendo un par de kilos de lo básico; zanahoria, cebolla, y papas. Toda una rutina entretenida entre el conseguir la promo del día y vitrinear la mercancía amachada, embrutecida de los sacos al hombro, resistidos a puro pantalón de salida de cancha, y para arriba a cuerito pelado nada más, como buen wacho de cerro. Porque una de las gracias que tenía el ir meterse al almendral, era justamente el encontrarse cara a cara con el choro porteño. Ese que maneja la mafia de los vendedores de micro que compinchan afuera de Fruna, el que te ofrece con descuento la última novedad del robo al cerro de al frente, porque el que diga que no hay rivalidades entre nuestras quebradas, de seguro nunca ha estado entre el limbo guerrero de las poblaciones La Laguna y la Básica.
     Pero de todos ellos, los que más le tambaleaban la balanza, eran justamente los que le rellenaban la bolsa, los que le decían va con regalo, esos que le ayudaban a armar el charquicán de la semana. Y aunque no tenía algún puesto preferido, se dejaba seducir por el llamado selvático del wanderino en horario laboral, quien con la misma potencia que para los asados gritaba su respectivo ¡Sachei!, ahora alzaba su voz con el afán de conquistar los bolsillos de esa clase que nunca le ha creído mucho a la Santa Yapa.
     Esa tarde de compras resultó distinta, y cotizando por la piña para el mambo tropical que le aguardaba en unos días, se fue a topar con el racimo más sabroso entre las frutas de estación, con el poto más tierno entre los melones del cajón, con el gajo más jugoso de toda la degustación. El moreno teta al aire, subía y bajaba cajas, marcando bíceps, pecho y caluga. Con las tetillas mojadas, apuntando hacia los ojos mirones de los transeúntes que pasaban como disimulando el cuarteo al trofeo de la pobla. Ese muchacho que a punta de leche purita cereal y pichangas de barrio ya se había transformado en hombre, y puta que rico el hombre.
     Por supuesto, que el busquilla se quedó a paso lento como inspeccionando la calidad del producto, mientras el feriante a modo gogo dance se daba la vuelta preguntando “¿qué va a llevar?”, y este otro saboreando la frutera le pregunta “¿a cuánto el kilo?”
     Desde esa vez empezó a pasar casi todos los días por el mismo sector, pero sólo lograba pillarlo un par de veces al mes. Cuando eso pasaba, escaneaba a su presa con ojo de águila apresando los huevos de la serpiente, aunque de seguro a este depredador le apetecía con todo y culebra. Y de repente, hasta cruzaba a la vereda de al frente intentando sacarle una foto borrosa para cuando por la noche le diese por degustar las hortalizas. Se había vuelto su amor platónico, más bien, su fetiche platónico, una fantasía plátano-tónica, en donde como cual donckey Kong se comía la gran banana tras sortear los obstáculos de su encuentro.
     Puros cuentos en su cabeza, los que un buen día, una mala cita que terminaría en una rica cacha, lo llevó a las ascendentes picadas culinarias del segundo piso del patromonial mercado. Si al lindo lo invitaban, tampoco se iba a hacer rogar mucho, después de todo un bajón era un bajón. Y con ganas de probar un cebichito fresco, caluroso se puso el ambiente cuando se escucha el “¿qué se va a servir?” pronunciado por los labios regorditos del cargador de su morboso delirio feriante. Lo quiero todo, dámelo todo, me lo como aquí mismo y con la mano, pensaba entre fugaces pajas mentales. Y tras degustar unas empanadas de loco, el seviche y una copita de blanco, el caliente cliente clamaba por volver a aliñar su ensalada. Dejó un Ignacio Carrera Pinto junto a la boleta, y se fue a cerrar los ojos con el mecenas de apellido grinder que lo auspiciaba en esa oportunidad. Total, ya sabía donde trabajaba, y sabía donde lo podía pillar.
     Así fue como una vez por semana se pasaba a almorzar la colación del día. Cada nueva llegada era otro paso para chupetear ese duraznito, incluso se pasaba en horarios donde la concurrencia no era demasiada, para así tener más tiempo de meterle conversa y hacerse el princeso con el melocotón ton ton. Hasta que una noche, luego de dos sopaipillas y una tasita de café sin mucha molestia, una mano enflorecida recién comprada sería el anzuelo para aquella anhelada corvina que venía fileteándose con cada propina, sonrisa y compadreo que se generaba en la sobre mesa.
     Ya lo habían hablado, él sabía que el guacho fumaba, porque en más de una ocasión, así como que no quería la cosa le había preguntado por una buena de 5 o su lucazo. Y ahora que venía abastecido, que era viernes, y que el puestito ya estaba por cerrar, no perdería la oportunidad de invitar al morocho a unas humeadas locas al lado de la línea del metro. Todo salió excelente, una enrolada y al cielo. Estaban los dos re locos, cuando aprovechándose del pánico se lanza la idea de la chelita, “total me queda hierba”, decía el otro, una excelente estrategia por lo demás, aprobada 100% por el departamento de cazadores de heteros del Cola Chilean Institud.
     Entonces su próximo destino fue ir a dar bajo las pasarelas del paseo barón, sobre la arena, resguardándose bien atrás, haciéndole el quite a las olas. Con cada sorbo del codiciado, el otro se sentía más cerca de acabar. Con cada gotita que se le escapaba por la comisura del labio, el otro saboreaba su propia humedad. Entonces, salieron las conversaciones, las preguntas secretas, el yo nunca nunca, y todas esas artimañas que un maricón experimentado utiliza para calentar el horno mientras se amasa el pan. Y que cuando ya el objetivo no da más y desea salir corriendo a buscar un huequito caliente que cobije su virilidad encarnesida, el otro le ofrece su casa como after de la casería carretera del callejeo ebrio. Y es que “allá tengo mucho más copete”, y “tengo mucho más verde”, todo lo que logre convencerlo, y todo siempre será en mucho. Porque el otro sabe, que ya teniéndolo entre sus paredes y a ciertos horarios del trasnoche, va a ser más fácil encerrarlo entre sus sábanas, bajo la farsa de una amistad que oculta el deseo absoluto de hacerle la maldad a un varón varón.
     Ya están en casa y tras fumarse hasta los restos del moledor, los cuerpos no dan mucho. Entre risas confianzudas post vacile, semidesnudos en la cama comienzan las manitos muertas del rose casual al fruto maduro que se va tanteando como comprobando la textura del racimo. Y cuando la uva comienza a dar su jugo, una mano grande y firme le zambulle la cabeza en un minuto de confianza. En un coma todo lo que pueda, y este otro puta que va a comer. Ahí la sandía ya está calada, y el otro se sube mordiendo las ciruelas negras en un desesperado acto del no quiero despertar. Mientras es levantado cual otra caja más, arremetiendolo de arriba abajo, picoteando y picoteando para armar el tuti fruti. Hasta que en un banana Split, la crema como guinda de postre no se hace esperar tras los placenteros gritos morochos de la musculada juventud obrera.

     Luego de eso, el silencio también es típico y es casi un punto irrenunciable del manual maricón. Al fin y al cabo, tampoco es que una se quiera casar, si tras probada la muestra, son pocos los que vuelven a comprar. Esta vez no fue la excepción, y aunque el otro volvió a pasarse por una merienda al segundo piso del mercado, el guacho servido siempre le hizo el quite a su otrora amigo fumón, perdiéndose de a poco entre los recuerdos morbosos del casero comprador. Hasta que pasados los meses, anoche, mientras sonaban las alarmas por el incendio al querido Mercado, al otro le fue inevitable pensar sobre el futuro paradero del garzón feriante y su delicia tropical. ¿A quién acidarán ahora esos gajitos? ¿Qué postre endulzarán sus trozos? E imaginando, a cuánto podría cotizar el kilo ahora, de su morocha frutera en promoción.

sábado, 28 de enero de 2017

En vivo por #SúbelaRadio en #CiudadCola



Si no alcanzó a llegar, si se lo perdió o se lo quiere repetir!! Acá dejo el enlace con el podcast de lo que fue la presentación de #Valpoapartado en #CiudadCola por #SúbelaRadio.
Muchas gracias a todos por su apoyo. ♥

Link del capítulo:
http://cl.ivoox.com/es/ciudadcola-27-enero-2017-audios-mp3_rf_16689744_1.html

miércoles, 25 de enero de 2017

Este Viernes 15:00 horas en Vivo por #CiudadCola #SúbelaRadio



Ya es oficial!!
Este Viernes a las 15:00 estaré en vivo en el último capitulo de la temporada de #CiudadCola por #SúbelaRadio, hablando sobre #Valpoapartado, mi libro de relatos homosexuales ambientado en Valparaíso.
Junto a su apoyo, estaré regalando algunas versiones digitales del libro a través del hashtag #ValpoapartadoBuscaEditorial

Los espero en http://subela.cl

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domingo, 15 de enero de 2017

Amigos, bien amigos



   Su primer felatio fue en el ascensor Los Lecheros, el mismo que hoy se encuentra quemado junto al holding de CENCOSUD. Durante esos años, en su plena decadencia de latón, él lo tomaba a diario para ir a jugar Dreamcast a casa de su mejor amigo, un compañero de la escuela básica a la que asistía muy cerca del sector. Aunque para ese entonces, ambos nunca se imaginarían que tantas partidas de consola y trabajos en pareja los harían terminar cometiendo aquel acto. Pero casi sin darse cuenta, fue así como al ritmo de Glup y su Grado 3, que para ese año era gran estreno, se la pasaban tardes enteras en el balcón del tercer piso de esa vieja casa del cerro. Mientras una linda vista a la ciudad y un mecedor sillón columpio los iba acercando afectuosa y morbosamente en su inocente vaivén.
   En la escuela, algo ya sospechaban de su puberta relación fraternal, tanto así que su profe jefe les impedía sentarse cerca durante las clases y sus compañeros de curso solían molestarlos con cachamales entre apodos maricones. Ambos chicos odiaban la educación física, y al parecer, el profesor del ramo también a ellos. Cada semana los hacía quedarse minutos después, guardando colchonetas y balones, mientras los demás alumnos se duchaban en los pedagógicos camarines, pero esto a ellos nunca les importó, y aprovechaban la soledad de la bodega para juguetear a las luchas, entre llaves de cuerpo y roces de buzo deportivo.
   Al salir de clases siempre caminaban juntos por la Avenida Argentina, compraban barquillos de a cien y entre lamida y lamida al dulce helado fruti-vainilla, miraban inquietos sus pegajosas lenguas acariciantes del chorriante fluido azucarado de la gamba gastada en esa sexualizada y rutinaria tradición diaria impulsada por su puberta y floreciente homosexualidad.
   Sobre el mencionado ascensor, cuyo piso oxidado daba la sensación de desfonde, escribieron tiernamente con corrector de lápiz y firmado con sus iniciales “AMIGOS POR SIEMPRE”. Y esa tarde de descendiente despedida, durante los pocos minutos del recorrido y musicalizado por el tambalear resonante de la vieja maquinaria, ocurrió el acto. La luz que entraba por el ventanal hueco, iluminaba la nuca del mamador que se movía tímida en el sellar de labios apretados, que envolvían el pene de su amigo del alma, y apenas un esquivo contacto visual, cargado de ternura, fue espantado al detenerse el cubículo. Entonces, en su repentina llegada al plan, casi como jugando, se pararon enérgicos y salieron corriendo del lugar muertos de risa.
   Ese año terminaban la básica y ambos escogerían un liceo de continuidad diferente. Así fue como con el tiempo perdieron el contacto y sólo un par de veces, varios años después volvieron a toparse en una de las micros de subían por el cerro vecino de sus andanzas, pero sólo algunas miradas esquivas, tales como las de aquella vez, fueron su saludo.

   Hoy, el joven mamador, ya más hombre, no sabe por qué, ni cómo, ni si sólo es una tierna casualidad, pero sobre los latones que clausuran la vieja entrada del incendiado ascensor Los Lecheros, puede leerse en blanco y con letra de niño “AMIGOS POR SIEMPRE”, sellado por dos iniciales de repetida consonante.

Relato incluido en el libro “Valpoapartado”
Por Punto Aparte




viernes, 22 de abril de 2016

La Entrevista





   Ir a una entrevista de trabajo es como participar de un reality, pero de esos de principio de milenio, donde no metían rostros faranduleros. Hay cuerpos de todo tipo, los morenitos, más viejitos, solterones, de medio pelo y lais. Ahí, para pasar la espera mi única entretención es sapear al resto, cuando no falta la vieja que lleva un libro para pasar el rato, el chiquillo popero que intenta imponerse con sus audífonos gigantones o el guacho medio nerd que juega nervioso con su teléfono dando saltitos con las manos.
   Pasan unos minutos y empiezo a tazar la carne tratando de encontrar alguna prima o hermanito de leche, así como para hacer amigos. Pero lo único que se ve es un viejo que tiene pura cara de mal culiado. Y ahí estamos todos, de nuevo en la sala de espera, mirándonos las caras y seguramente todos diciéndonos en el adentro. A este me lo cago. No, si este no va a quedar. Yo soy más encacháo. Tiro más pinta. En eso cierran la puerta, no cabe más gente. Somos como treinta y cinco weónes entre choros y tulitas. Típicas entrevistas de trabajo de holding tipo fábrica a mitad de ruta, cerca de la rotonda Santa Julia. El espacio comienza a hacerse pequeño y es cuando se me vienen a la mente esas películas de terror malas que dan por el SPACE en el trasnoche veraniego. ¿Y si hacen que nos matemos entre nosotros? Voy a agarrar un lápiz. Sí. Un lápiz. Esta será mi arma mortal. Uno ya empieza a pensar en lo peor, de puro aburrido, está claro. Cuando en eso vuelve a abrirse la puerta y entra un guacho de buzo. Sus veintitrés años, polerita morada de algodón, ojos claros, corte a lo milico y ese puto pantalón de buzo que hace remarcar su poto gordito de futbolero de cerro. Conchetumare, menos mal que esta weáh está llena, quédate paraíto no más. Todos lo miran, todos saben que el weón es rico y sé que en el fondo todos fantasean con hundir su lengua en ese hoyito pichanguero. Se apoya contra la pared y pone sus manos entrelazadas a la altura del paquete, como diciéndome. ¿Lo queríh, maricón? ¿Lo queríh? Empiezo a cachar que estoy siendo muy obvio y trato de virar la vista para otro lado, pero no puedo dejar de imaginarme como se sentirían esas nalgas dándome de a dos coma tres embestidas por segundo y lo vuelvo a mirar. Tiene sus tetitas marcadas. En eso entra una weóna de delantal blanco y lentes con pura pinta de tía del casino, pero tiene una carpeta y un lápiz, así que cacho que debe ser alguien importante. Dice algunos nombres, se lo lleva la muy maraca y eso fue todo. Mister poto se pega una última acomodadita, como despidiéndose de su fanaticada, y yo, soltándome un poco la corbata y el primer botón de la camisa empiezo a preguntarme, ¿Dónde cresta estará el baño?





Relato incluido en el libro "Valpoapartado"
Por PUNTO APARTE




jueves, 21 de abril de 2016

Todos Fuimos GLORIA



   Karen cepillaba su cabellera, porque sí era suya, sólo que esta vez no la llevaba sobre su cabeza. Aun así pasaba horas cada día desenredando la castaña extensión de sus recuerdos, horas intentando hilvanar pelo a pelo, como tratando de recobrar el pasado caído ante sus pies. Karen, no era Karen, era Ramón. Y Ramón atesoraba entre cajones la imagen desgastada de su tersa piel arrebatada por el tiempo.
   La tonada noventera que sucede al Play del personal estéreo da musicalidad al brillo semi escarchado restante de las cortinas que encierran la historia de aquella habitación Cerro Baronal Porteña, donde dos cincoañeros jugaban a mover la mollera al ritmo de Gloria Trevi y su revolucionario “Pelo Suelto”. Uno es Ramón, la otra es Karen y su temprana leucemia. La calvicie pelusera corona sus ojos de princesa Kid del Rock & Pop `93. Entonces la diva hacía sonrojar a madres de niñas y adolescentes que copiaban sus blusas escotadas y cabello escarmenado, mientras sus padres se calentaban viendo a las chiquillas de medias rasgadas y jeans cortados a medio glúteo, como la salvaje enchiladívora que rompía camisas de pelo en pecho sobre los escenarios Afroamericanos.
   Ese año todos quisieron ser Gloria, no importaba el sexo ni la edad, era una cuestión de actitud. Todos querían mover la piojera rulienta del negro azabache, aunque fuese en la rebeldía triste del “Con los ojos cerrados” y Ramón no era la excepción. Aun así debía contener la frustración de ir disfrazado del hombre araña tan de moda, payaso KITCH o lo que estuviese al alcance del poco tiempo de sus padres en los días especiales del jardín infantil. Mientras cada una de sus compañeritas Mini Star, presumía sus tutos polluelos entre el ropaje desgastado que se imponía de moda por la ídola de las tortas de jamón. Todos querían ser Gloria, no importaba color de piel, ni talla de pantalón. Una que otra Disney Princess, que hoy por hoy debía cargar con la tradición del tercer crío, un par de milicos con el casco prestado del papi, ese que se llevó entre la maleta cuando lo expulsaron del regimiento por tener una patita media corta y algunos intentos de animales forzados entre los que se encontraba infelizmente Ramón queriendo pertenecer a los clones de la panti rota.
   Karen, por otro lado además de luchar con su avanzada enfermedad, debía lidiar el trágico suceso del otoño pelechero de su niñez adormecida por la quimio. Ella tampoco podía ser Gloria, al menos no entre sus amigas que zangoloteaban su melena Ballerina Manzanilla. Pero en la habitación, en ese cuartucho quebracional a medio cerro de su puerto natal, ambos pequeños daban acción a sus improvisados conciertos, repitiendo una y otra vez la melodía movediza del lápiz BIC retrocediendo la cinta, porque todo buen artista ensaya una y otra vez sus pistas. Se improvisaban coloridas pelucas con plumeros festivos de papel volantín reciclados de pasados aniversarios colegiales de hermanos mayores. Poleritas anudadas al pecho a lo Garibaldi, y escobando el latón del tragaluz, iluminaban su maderal escenario clavisuelto de ensueños infantiles, donde todo podía ser posible. Todo, como que habían dos Glorias, una calva y otra peque varonil morocha, ambas entangadas al calzón chino, microfoniando al primer semi falo con el que pudiesen tararear el reestrenado “Rock de la cárcel”, traído en primicia por la melenuda de la TV.
   Ese año no sólo se rompió la radio, cayéndose desde la cómoda hasta la emplumada cabeza de Ramón en uno de los tantos conciertos, también se enredó irremediablemente la magnética hilera de momentos por tanto adelantar y retroceder el casette. Junto a ello también se fue Karen enclaustrada en su camarín privado bajo la tierra del nunca jamás y las coronas de clavel obsequiadas por sus incrédulos fans. Como una verdadera Rock Star abandonó a temprana edad las pistas al no poder con los excesos del Shake Shake de manjar, el Super 8 y los dulces de a peso del negocio de Doña Juana. Ramón de pura tristeza soltó el suancito de entre sus piernas y junto a su madre, quien escapaba de una relación matrimonial fallida, dejó la ciudad meses más tarde para dejarse inspirar por el aire campestre del interior quinta regional. Todo artista merece su brake.
   Los años pasaron tan rápido como los nuevos cantantes express que traía la parrilla del novedoso MTV y la masificación del TV-Cable en las mediaguas periféricas post modernas de la Urbe, que casi como un pack de las 4 paredes astilladas incluía la ovalada antena satelital. Por el dos mil a la Trevi se le iba la Gloria y fue encerrada entre caipiriñas en una cárcel de Brasil por supuesta trata de empantrucadas, pero Ramón tenía otros problemas. Debía lidiar con los tantos nuevos papis que le traía su madre en cartelera a ver si de una vez por todas aprendía a jugar a la pelota, taca-taca o aunque fuese a las bolitas como los otros niños del barrio y sin aguantar más, un día se puso sus lentes de sol dos luqueños, echó unas cuantas prendas a su mochila Pascualina, tomó su bicicleta, porque a pesar de todo era bien deportista el hombre y salió pedaleando reventándose los tímpanos con su Walkman, mientras retumbaba en el fondo de su corazón el “Hoy me iré de casa” de su otrora ídola infantil, que hasta hoy lo acompañaba en sus noches de pre-puber y atardeceres terciopelo en que su piel velluda poco a poco lo convertía en hombre.
   De su madre nunca más supo, de su padre para qué hablar. La última vez que pensó en ellos fue cuando esos azares y menjunjes de la vida lo llevaron a dar frente a la fachada desgastada de esa casita apolillada en arriendo del Cerro Barón, aquella donde años atrás inocentemente modificaba su sexo de forma artesanal y daba sus primeros pasos de artista trans junto a Karen, la única niña dentro de sus amigos del Club de cachureos y Mundo mágico que lo comprendía, tal vez por sentirse tan diferente como él. Ahí ya había pasado harta agua bajo el puente y la canoa de Ramón estaba más que permeada por el agua salada y el olor a Fish de las caletas City Patrimoniales del turístico Valparaíso. A la Trevi la habían soltado y volvía en versión MP3 con su “Y todos me miran”, que traía a los colas de la generación vueltos loca, aún más de lo que ya eran y un Ramón de metro setenta y seis a taco alto, se hacía llamar Karen como su recordada buena amiga, entre los pasajes, escaleras y avenidas de la herradura flotante. Así fue como una que otra chupeteadíta al destino llevó a Ramón, o mejor dicho la nueva Karen, al hospital. Fisura anal por un gollete y tres dientes al exilio de la San Mateo, pero las desgracias nunca vienen solas y entre examen y examen, y arrancando de la POSITIVA enfermedad de moda, así como jugando a las escondidas con su entrañable amiga Karen, la pequeña le fue a avisar que volverían a las pistas, pronto, muy pronto se reunirían en GLORIA y majestad sobre los escenarios del reino alado, del cuarto signo zodiacal. Entonces ya no quedaba más por hacer, la Karen que no era Karen, sino Ramón, rompió el chanchito dejándole el culo intacto, hoy por ti y mañana por mí. Juntó los pocos pesos que había ahorrado durante sus años de patiperréo y arrendó la casita de muñecas, esa, la misma de sus recuerdos que ahora al igual que él, yacía en el abandono.
   Hoy, a mitades de aquel cerrito, todavía se puede escuchar el tarareo dulzón rasposo del Ramón y la Karen, quienes juntos ensayan el estreno de su próximo concierto. El Ramón alisa las pelucas y zurce el traje blanco, porque se irá “Vestida de Azúcar”, mientras la Karen lo ilumina por el tragaluz de aquella habitación, esperando su fraternal encuentro sellado con una entonada “Rosa Blu”.


Ilustración de Juan Muñoz Martinez
para VALPOAPARTADO


Relato incluido en el libro "Valpoapartado"
Por PUNTO APARTE






lunes, 11 de enero de 2016

Papá Taxista



   Cae la lluvia, empañando continuamente el parabrisas de papá taxista. Así deseo llamar al hombre que conduce el colectivo esa tarde de cotidiana subida periférica al cerro. Tiene unos cuarenta, tal vez un poco más. Yo le pregunto cuánto es el pasaje desde mi calle hasta ese nuevo sector poblacional en donde me disponía a visitar a un amigo. El viento hacía sonar cada vez más los techos de latón de las casas del camino. Él manejaba lento, posiblemente esperaba encontrar otro pasajero que necesitase sus servicios móviles esa tarde de Domingo final mundialera.
   Sobre el típico mesoncito que tienen los autos al frente de los asientos delanteros, había un par de juguetes, lo que me hacía pensar que tal vez aquel hombre tenía hijos o al menos un varón. El primero era un Batman sobre una moto, con su culito bien para atrás y una plástica capa que ocultaba su potito enmallado, listo para ser lamido y sodomizado en una fantasía látex. Si hasta parecía que sus manos estaban amarradas contra el volante, dejando dispuesto e indefenso a ese hombre misterioso que se ocultaba bajo ese antifaz super heróico. Siempre me gustó Batman, era mi super héroe favorito. Me encantaba verlo sumergido en esa ciudad super darks emo infantilizada, haciendo piruetas, colgando de los edificios, esperando que en algún momento en una abertura y cerrada de piernas se marcase aunque sea por cuarto de segundo su caricaturizado Bati-paquete. Ahora lo tenía ante mí, como siempre desee tenerlo, pero en una versión Mattel, con sus músculos bien ceñidos y abultados en una copia juguetera sexualizada, bien típica de mediado de los noventa.
   El segundo juguete era un oso de peluche, un poco más grande que el Batman motoquero que yacía frente a él, ofreciéndole su jugoso ano bien pegadito contra su vientre. Con el oso era inevitable imaginar uno de esos velludos hombres de internet, bien pechuones y con aros gruesos en las tetillas. El oso era tiernucho, le faltaba el puro corazón en la guata para parecer cariñosito. Pero esa puta mirada de weón, más me hacía pensar en el orgasmo que sentía el animal al sentir su peluda tula en el agujero bati-constrictor del caballero de la noche. Quería tomarle una foto al cuadro plástico que me deleitaba, pero sabía que sería muy extraño de mi parte. Sin embargo intentaba guardar en el HD de mi mente la juguetera imagen que mis ojos no paraban de mirar, intentando buscar el Angulo adecuado.

   Cuando noté que el chofer me observaba de reojo, me cohibí y para romper el acto pregunté si faltaba mucho para llegar. Hasta aquí llega la población que buscas, me dijo. Y yo, asustado, creyendo que me había pasado de largo le pregunté si por ahí había alguna verdulería. Con el auto detenido, el hombre me mira fijamente, sonríe y me responde que quedaba una cuadra más allá. Vuelve a hacer partir el auto y al llegar, me despido visualmente de los juguetes, intentando no olvidar ningún detalle, ni ninguna posición. Bajo del auto y antes de cerrar la puerta, Papá taxista me pregunta con mirada devoradora. ¿Te gusta mucho Batman? Yo sólo sonreí.

Relato incluido en el libro “Valpoapartado”
Por Punto Aparte










sábado, 9 de enero de 2016

Spice Hámster

   Primero fue uno, peludito peludito y dientón. El pequeño a sus diez años le insistió tanto a su madre, en que ya estaba en edad de tener una mascota, porque ya era responsable y ya no veía tantos monitos en la tele. Ahora estaba más en la moda del MTV y sus videos poperos artista modernos sensualones. Eran los años finales de los 90, y los quintetos teen traían vueltas locas a las juventudes morochas con sus ídolos rubi-castaños, pelirojizos, y morenos oji verdiazulados. Los pichulines Backstreet Boys y su contraparte feminizada, las Spice Girls. Cada integrante con su distinguida personalidad, su color representativo, su bebida favorita y hasta su respectivo Ken y Barbie se promocionaban entre álbumes, chicles, desodorantes y hasta calcetines. Y el pequeño así bien macho, o al menos intentando demostrarle a su hermana mayor, que lo era, pues así como a ella le gustaba la banda del Kevin, Braian, Nick y demases, el menor optó disque masculinamente por las chicas picantes del Londres. Entonces entre su afán de rellenar cuadernos con fotitos y esquelitas de las locatelis, y rebobinar una y otra vez los casetes piratas que se compraba a luca en la Avenida pedro Montt, juntando las chauchas de la colación, un día caminando por el centro junto a su mami, el pequeño encaprichado, le pidió un hámster envitrinado para querer, cuidar y entrenar cual pokemon intercambiable. Gery Halliwell, quería llamar a su nueva y mini roedora mascota. Gery, como la ginger spice pelirroja del clan, por lo que exigió que la bola peluda fuese hembrita, pero la mano comerciante del vendedor casi al azar termino por darle un pequeñín y cafi-blanco varón. Claro que el pequeño no supo esto hasta un par de semanas después, que la Gery murió insolada, colgada en su jaulita en pleno patio. Pues por un acto de buena persona, la mami del pequeño sacó al bichito, como ella lo llamaba, a aprovechar el lindo día, pero la Halliwell dientona terminó por rostizarse al candor de un “WANNABE” veraniego, entonces al ir a sacar el cadáver de la diva peluda, el pequeño por primera vez cachó que la princesita traía coquitos y que la inocente había pasado toda su corta vida mascotera siendo un hámster atravestado accidentalmente por su amo.
   Al fin de semana siguiente en la feria de las pulgas, nuevamente el pequeño pidió otro hámster, también mujer y esta vez sí que lo era. Seria la puta y como todo hámster, no hacía más que correr todo el día en su ruedita de alambre enrejado. Esta se llamó Victoria, como la spice del beckham, la posh spice, la elegante. O al menos así se llamó en su corto día de vida hogareña, ya que el pequeño, probando la inteligencia del roedor, la metió en un laberinto artesanal de cajitas de té, sólo que olvidó hacerle agujeritos para que pudiese respirar, entonces la pobre murió asfixiada sin encontrar jamás la zanahoria de premio, aunque fuese una gotita de aire en fuga.
   Luego vinieron Mel B y Mel C, obsequiadas por casualidad el mismo día de su cumple, pero por familiares distintos. Pero en el mismo instante en que el cumpleañero intentó mezclar a ambas criaturas en la jaula de las otras dos difuntas, tanto scary spice, la salvaje, como sporty spice, la deportista, se agarraron mutuamente de la mini cola a mordiscos bidentales de sus largas y filudas paletas, sacándose entre sí, una un ojo y otra una patita. Cuando al fin pudieron sacarlas de la mini cárcel roedora de colores, ya era demasiado tarde y las dos Mel se fueron antes de que el pequeño pudiese ponerlas a bailar al ritmo de un “STOP”, a cambio de eso sonó un “VIVA FOREVER” antes de siquiera poder romper la piñata.

   La Emma Buton vino varios meses después, siendo de todas las hámster que el pequeño había tenido, la más pequeña. Hasta poco pelo tenía la pobre, de echo antes que pudiese alcanzar a crecerle de lleno el bigote, el Leo Di Caprio, el gato quiltro de su hermana mayor, fue a alcanzarlo en una huida furtiva entre aseo y aseo, siendo devorado de un solo tarascón por el Leo, para luego ser atravesado por lo únicos dos dientes buenos que tenía el gato flaite. Y esa fue la corta vida de las spice del pequeño, de ahí en adelante nunca más quiso saber de mascotas, menos de roedores, total si era por tener sus propias spice, bien podía usar su imaginación y hacer actuar a sus articulados Vegeta, Trunks y Gokú´s, vestirlos con papel higiénico, presionar play y jugar recreando conciertos hasta la pubertad, soñando que algún día sus ídolas llegarían al festival, antes de pasar de moda en la historia musical.



Relato incluido en el libro “Valpoapartado”
Por Punto Aparte