Corre el viento entre los cerros de
Valpo. Corre el viento al igual que esos pendejos que se desplazan rápido calle
arriba para llegar al colegio, que no es colegio, pero enseña igual. De subida
y con mochila todo parece una travesía laberíntica del día a día escolar. Es
una rutina, que repetitivamente no deja de sorprender las micro aventuras de
los mocosos uniformados por la herencia trapera de sus respectivos hermanos
mayores.
Son amigos, ambos lo son, y compañeros de
curso también. El tercero básico A los representa en su compartido banco semi
rayado a mitad de la sala. Entre clases se mensajean en secreto con rayones a
lápiz mina de lado a lado mientras intentan resguardar sus risas cómplices de
tallas seudo infantiles.
De regreso a casa el camino es similar, pero
nunca falta una nueva vuelta a la esquina, una escalerita de más o una plaza
novedosa que los impulsa entre columpios a jurarse amistad interminable sin la
necesidad misma de jurar, pero firmándose un pacto con los pies en la tierra
del salto más largo de su pequeña gran unión. Siempre juntos paso a paso,
aunque toquen timbres y vuelvan a correr, esquivando a los perros, postes y
colectivos que intersectan su cotidiano viaje.
En la esquina, la misma de siempre se juntan
y despiden a diario, casi como un ritual, una extensión horaria de sus
quehaceres escolares, más en la separación siguen corriendo hasta llegar a sus
hogares, dirigirse a sus respectivos patios balconizados y hacerse la seña del
chao chao a una distancia de micro-cerro a micro-cerro, donde realmente culmina
su viaje.
De balcón a balcón no hay mucha distancia,
tan sólo una calle y algunas casas separan a los pequeños de su conjunta
amistad. Distancia que potencia el imaginario animado de un código inventado,
código bicompartido de gestos y miradas casuales que se forman, casi sin
querer.
Con los vientos del otoño un experimento
ocurre, entre señas y risas, atraviesa el viento un tímido avión de papel que
no logra ni cruzar la calle, perdido entre la física inexistente de sus cabezas
matemáticas. Sólo la lógica infante de un juego sutil, impulsado por sus manos
rellena los silencios atardecidos de los muchachos, que en la hora de once se
pierden bajo cuadernos hojiarrancados de tareas pasadas. Son uno tras otro, son
veintenas de hojas al viento que empapelan la calle de la división como
tratando de tapar al tiempo que transcurre entre creación, tras creación alada,
hasta que la práctica premia sus esfuerzos y en un momento mágico logran su
objetivo volviendo sus balcones un aeropuerto microcuadriculado de
multiplicaciones de tercer grado. A ellos les gusta el viento, sobre todo
cuando recorta aquella calle que los separa y sirve de canal para los mensajes
que incorporan como tripulante escrito del registro de sus pensamientos
soñadores. Son palabras que se gritan al viento en secretos letrados, cuya
lengua es puño y lápiz, dobleces y acción. Durante los fines de semana, mensajes
groseros se dicen los buenos días, como una sorpresa, casi como un periódico
dominical que los despierta y los hace comprender que la vida comenzó. Así
pasan dibujos, esquelas y composiciones, así llega el invierno y su nubarrón
gris, que como película vieja predice y fotografía tristezas de padres que con
sus cigarros ayudan a vaporizar la luna. Entonces una huida, un escape fugaz a
un no sé dónde, ni por qué, rompen la gran pantalla, la línea de unión, el
punto de conexión entre ambos, pues son sus padres, quienes de un momento a
otro se distancian, separando por efecto dominó aquella amistad inocente que se
mantenía como papel de roble fortalecida con el viento.
Esa tarde todo fue fugaz, tan fugaz como la
lluvia de aviones que contraatacaron bajo el torrente de agua que arrojaba el
cielo, impidiendo que las naves como misiles bombardearan el terreno amigo en
un SOS desesperado de un último adiós. Y separados por una guerra no
correspondida se distanciaron entre decenas de aviones que se arremolinaban
húmedos por el temporal inadvertido que azotaba su infante amistad, y en un
acto de fin de juego, rompiendo el paradigma de su código fraterno se frasea un
nombre con voz de niño que en un detener del tiempo congela aquel momento
dejando sin fuerza a los aviones mensajeros que cayendo al vacío sellan el
momento en una reverencia de un aun tímido alzar de manos.
Relato incluido en el libro “Valpoapartado”
Por Punto Aparte