Carne vegetal, sopas para uno, un par de
hallullas, medio kilo de fruta, da lo mismo cual. Uno que otro yogurt o empanada, para de vez en cuando variar al picadillo salado. Weás
rápidas, lo típico como para un hombre solo, como para un treintón soltero.
Siempre me pregunto si es que él lo notará y me encanta creer que sí.
Paradero nueve, mi cerro, el de siempre, sólo
que esta vez con el toque modernista del supermercado poblacional. Casi incrustado
a media quebrada, intentando hacer juego con las mediaguas colorientas que lo
circundan y viendo fallecer venta a venta a los almacenes del viejo Carlos y la
Tía Margarita.
Todos los días, volviendo del trabajo, se me
hace imprescindible arrastrar algún producto por el metálico reluciente de las
cajas del nuevo local. Puede ser cualquiera, lo que importa es lo que me espera
al final con sus manos curtidas de cortar pita, amarrando cajas. Sus dedos retambaleándose
sobre el plástico logotipeádo del holding empresarial, que por arte del
subdesarrollo y el disque progreso, intenta tomarse la periferia con sus
tarjetas de pulpería del nuevo siglo.
Pantalón de jeans, polerita azul, el último
botón abierto al cuello deja entrever una cadena barata con la imagen de una
virgen. Lleva unos zapatos negros que me hacen fantasear que aún es escolar,
pero tiene veinte, lo sé. Lo he escuchado entre las largas filas que acompañan
mi jotéo diario del volver a casa. A veces hasta antes de ir, paso a mi humilde techumbre de latón y me arreglo un
poco. La mano de obra del nuevo edificio de la esquina me deja las manos y la
ropa entierrada, engrasada, encementada, y yo debo tener mis manos pulcras
cuando le entregue al guacho su merecida propina al rosarle su palma izquierda.
Es zurdo el hombre, también lo he notado. Hace una artimaña con sus dedos con
la que cierra cada paquete en fracción de segundos. Se mueve rápido, de vez en
cuando toma un carro tan grande con su flacucho cuerpo despendejado, que hace
pensar que se le irá en collera y en cualquier momento se agachara a recoger la
gran cagada, mostrándome sus Boxer Milano con la raja marcada en sudor de tanto
estar parado entre el viento acondicionado que se enclaustra para hacer juego
con la música de paso zombie que ambienta el local.
Viernes de Mayo, ocho y media de la noche. Una
vieja rulienta, media coja, media mujer, se aproxima al jovencito luego de
recibir orgullosa su boleta por donar tres pesos a una fundación de hámsters
con hidrocefalia. Lleva cinco bolsas que no se ven tan pesadas, pero aun así le
pregunta al muchacho si la ayuda con los paquetes, que su casa no pasa las
cuatro cuadras, que le dará propina y un vaso de yupi frutilla, recién hecho,
recién revuelto. Mi corazón se acelera esperando la respuesta y al seguro “Claro,
vamos”, del veinteañero, mi lengua inquieta hace cancelar la compra oblea
chocolate a la señora Nancy, según la tarjetita que se engancha unos centímetros
más arriba del pezón de la cajera. Me aproximo hasta mi hogar, dulce hogar.
Lavo la loza, estiro la cama, abro las ventanas, prendo un incienso, cambio los
papeles del baño, una barrida loca y una ducha fugaz. Ha pasado algo más de una
hora, yo vuelvo al super, emperifollado, cagado de hambre y con una venda café
claro enrollando mi mano derecha. Esta vez son verduras, jugos en caja, fideos,
arroz, azúcar, lo que sea que haga peso, mucho peso, necesito peso. Llego a la
fila con el carro casi lleno y ahí está el patipelado de ojos negros, esperándome,
mirando al jugo las latas de chela heladitas, recién sacadas del refrigerante.
Avanzo, pago, no dono los pesos, pero los dejo en caja. El zurdito hace su show
de los dedos rápidos con mis bolsas, dejando ocho hermosos paquetes que para mí
son un regalo divino de San Cacha Express. ¿Me vay a dejar? Tengo la mano mala. Son tres cuadras no más. El super ya está cerrando le dice la Sita Berta al
post puberto. Hago esta y me voy al toque. Nos vemos el Lunes. ¡Lotería! Grito
en mi interior, escapándoseme el indio yankie que llevo dentro, tapado por el
sudor alcoholizado de mi Paco Rabanne en oferta. Salimos por la pequeña puerta
del blindaje metálico que ya bajó, a penas, el viejo guardia del recinto. ¿Fumái?
Sí. ¿Queríh? Le pregunto mostrándole mis Pall Mall Click de doce. Cuando
lleguemos, ahora tengo las manos ocupás. Responde riéndose, dejando ver su colmillo
derecho montado al premolar. Yo con la aceleración ya no sé ni que digo. ¿Eríh
de por aquí? ¿Estudiái? ¿Tení hermanos? No muchas preguntas para el poco recorrido,
todas coronadas por un monosílabo, “Sí”. Llegamos. ¿Teníh perro? No, vivo solo.
Deja las bolsas en la cocina, sí, es esa. ¿Puedo pasar al baño? Estoy que me
méo. Dale, es la puerta de al fondo. Dejo las weás en las bolsas y me preocupo
sólo de meter las latitas al frío, dejando dos afuera. Vuelve el guacho. ¿Queríh?
¿Me vay a pagar igual? Le paso cinco lucas, haciéndome el pudiente simpaticón,
así como para caerle en gracia al chiquillo. Salúh entonces. Suena el crash y
al primer sorbo se moja la polera. Tiene las axilas timbradas por el sudor del
sobaco. Se ve tan rico ahí, todo pegajoso, como pa´ chuparle la chelita del
cuello a lengüetazos, si hasta se le remarcó una tetilla. Mi sueño, mi
fantasía, justo al frente, en mi casa, en mi comedor. Se toma la chela al
seco, me mira con su cara ojerosa de joven poblacional y me dice “Estamos”.
Cuando veo ante mis ojos desesperados que se empieza a dar la vuelta hacia la
puerta, suena entre sus labios pegotes el comodín del “Ahora te acepto el
cigarro”. ¿No te tinca una sombrilla, mejor? Un lucazo que le compré al cabezón drogo de la esquina. Pa´ la luna, buena voláh. ¿Qué le
hace el agua al pescáo? Vamos al patio, mientras yo llevo cuatro chelas más con la esperanza de que esto vaya pa´ largo.
Relato incluido en el libro
"Valpoapartado"
Por PUNTO APARTE