viernes, 22 de abril de 2016

La Entrevista





   Ir a una entrevista de trabajo es como participar de un reality, pero de esos de principio de milenio, donde no metían rostros faranduleros. Hay cuerpos de todo tipo, los morenitos, más viejitos, solterones, de medio pelo y lais. Ahí, para pasar la espera mi única entretención es sapear al resto, cuando no falta la vieja que lleva un libro para pasar el rato, el chiquillo popero que intenta imponerse con sus audífonos gigantones o el guacho medio nerd que juega nervioso con su teléfono dando saltitos con las manos.
   Pasan unos minutos y empiezo a tazar la carne tratando de encontrar alguna prima o hermanito de leche, así como para hacer amigos. Pero lo único que se ve es un viejo que tiene pura cara de mal culiado. Y ahí estamos todos, de nuevo en la sala de espera, mirándonos las caras y seguramente todos diciéndonos en el adentro. A este me lo cago. No, si este no va a quedar. Yo soy más encacháo. Tiro más pinta. En eso cierran la puerta, no cabe más gente. Somos como treinta y cinco weónes entre choros y tulitas. Típicas entrevistas de trabajo de holding tipo fábrica a mitad de ruta, cerca de la rotonda Santa Julia. El espacio comienza a hacerse pequeño y es cuando se me vienen a la mente esas películas de terror malas que dan por el SPACE en el trasnoche veraniego. ¿Y si hacen que nos matemos entre nosotros? Voy a agarrar un lápiz. Sí. Un lápiz. Esta será mi arma mortal. Uno ya empieza a pensar en lo peor, de puro aburrido, está claro. Cuando en eso vuelve a abrirse la puerta y entra un guacho de buzo. Sus veintitrés años, polerita morada de algodón, ojos claros, corte a lo milico y ese puto pantalón de buzo que hace remarcar su poto gordito de futbolero de cerro. Conchetumare, menos mal que esta weáh está llena, quédate paraíto no más. Todos lo miran, todos saben que el weón es rico y sé que en el fondo todos fantasean con hundir su lengua en ese hoyito pichanguero. Se apoya contra la pared y pone sus manos entrelazadas a la altura del paquete, como diciéndome. ¿Lo queríh, maricón? ¿Lo queríh? Empiezo a cachar que estoy siendo muy obvio y trato de virar la vista para otro lado, pero no puedo dejar de imaginarme como se sentirían esas nalgas dándome de a dos coma tres embestidas por segundo y lo vuelvo a mirar. Tiene sus tetitas marcadas. En eso entra una weóna de delantal blanco y lentes con pura pinta de tía del casino, pero tiene una carpeta y un lápiz, así que cacho que debe ser alguien importante. Dice algunos nombres, se lo lleva la muy maraca y eso fue todo. Mister poto se pega una última acomodadita, como despidiéndose de su fanaticada, y yo, soltándome un poco la corbata y el primer botón de la camisa empiezo a preguntarme, ¿Dónde cresta estará el baño?





Relato incluido en el libro "Valpoapartado"
Por PUNTO APARTE




jueves, 21 de abril de 2016

Todos Fuimos GLORIA



   Karen cepillaba su cabellera, porque sí era suya, sólo que esta vez no la llevaba sobre su cabeza. Aun así pasaba horas cada día desenredando la castaña extensión de sus recuerdos, horas intentando hilvanar pelo a pelo, como tratando de recobrar el pasado caído ante sus pies. Karen, no era Karen, era Ramón. Y Ramón atesoraba entre cajones la imagen desgastada de su tersa piel arrebatada por el tiempo.
   La tonada noventera que sucede al Play del personal estéreo da musicalidad al brillo semi escarchado restante de las cortinas que encierran la historia de aquella habitación Cerro Baronal Porteña, donde dos cincoañeros jugaban a mover la mollera al ritmo de Gloria Trevi y su revolucionario “Pelo Suelto”. Uno es Ramón, la otra es Karen y su temprana leucemia. La calvicie pelusera corona sus ojos de princesa Kid del Rock & Pop `93. Entonces la diva hacía sonrojar a madres de niñas y adolescentes que copiaban sus blusas escotadas y cabello escarmenado, mientras sus padres se calentaban viendo a las chiquillas de medias rasgadas y jeans cortados a medio glúteo, como la salvaje enchiladívora que rompía camisas de pelo en pecho sobre los escenarios Afroamericanos.
   Ese año todos quisieron ser Gloria, no importaba el sexo ni la edad, era una cuestión de actitud. Todos querían mover la piojera rulienta del negro azabache, aunque fuese en la rebeldía triste del “Con los ojos cerrados” y Ramón no era la excepción. Aun así debía contener la frustración de ir disfrazado del hombre araña tan de moda, payaso KITCH o lo que estuviese al alcance del poco tiempo de sus padres en los días especiales del jardín infantil. Mientras cada una de sus compañeritas Mini Star, presumía sus tutos polluelos entre el ropaje desgastado que se imponía de moda por la ídola de las tortas de jamón. Todos querían ser Gloria, no importaba color de piel, ni talla de pantalón. Una que otra Disney Princess, que hoy por hoy debía cargar con la tradición del tercer crío, un par de milicos con el casco prestado del papi, ese que se llevó entre la maleta cuando lo expulsaron del regimiento por tener una patita media corta y algunos intentos de animales forzados entre los que se encontraba infelizmente Ramón queriendo pertenecer a los clones de la panti rota.
   Karen, por otro lado además de luchar con su avanzada enfermedad, debía lidiar el trágico suceso del otoño pelechero de su niñez adormecida por la quimio. Ella tampoco podía ser Gloria, al menos no entre sus amigas que zangoloteaban su melena Ballerina Manzanilla. Pero en la habitación, en ese cuartucho quebracional a medio cerro de su puerto natal, ambos pequeños daban acción a sus improvisados conciertos, repitiendo una y otra vez la melodía movediza del lápiz BIC retrocediendo la cinta, porque todo buen artista ensaya una y otra vez sus pistas. Se improvisaban coloridas pelucas con plumeros festivos de papel volantín reciclados de pasados aniversarios colegiales de hermanos mayores. Poleritas anudadas al pecho a lo Garibaldi, y escobando el latón del tragaluz, iluminaban su maderal escenario clavisuelto de ensueños infantiles, donde todo podía ser posible. Todo, como que habían dos Glorias, una calva y otra peque varonil morocha, ambas entangadas al calzón chino, microfoniando al primer semi falo con el que pudiesen tararear el reestrenado “Rock de la cárcel”, traído en primicia por la melenuda de la TV.
   Ese año no sólo se rompió la radio, cayéndose desde la cómoda hasta la emplumada cabeza de Ramón en uno de los tantos conciertos, también se enredó irremediablemente la magnética hilera de momentos por tanto adelantar y retroceder el casette. Junto a ello también se fue Karen enclaustrada en su camarín privado bajo la tierra del nunca jamás y las coronas de clavel obsequiadas por sus incrédulos fans. Como una verdadera Rock Star abandonó a temprana edad las pistas al no poder con los excesos del Shake Shake de manjar, el Super 8 y los dulces de a peso del negocio de Doña Juana. Ramón de pura tristeza soltó el suancito de entre sus piernas y junto a su madre, quien escapaba de una relación matrimonial fallida, dejó la ciudad meses más tarde para dejarse inspirar por el aire campestre del interior quinta regional. Todo artista merece su brake.
   Los años pasaron tan rápido como los nuevos cantantes express que traía la parrilla del novedoso MTV y la masificación del TV-Cable en las mediaguas periféricas post modernas de la Urbe, que casi como un pack de las 4 paredes astilladas incluía la ovalada antena satelital. Por el dos mil a la Trevi se le iba la Gloria y fue encerrada entre caipiriñas en una cárcel de Brasil por supuesta trata de empantrucadas, pero Ramón tenía otros problemas. Debía lidiar con los tantos nuevos papis que le traía su madre en cartelera a ver si de una vez por todas aprendía a jugar a la pelota, taca-taca o aunque fuese a las bolitas como los otros niños del barrio y sin aguantar más, un día se puso sus lentes de sol dos luqueños, echó unas cuantas prendas a su mochila Pascualina, tomó su bicicleta, porque a pesar de todo era bien deportista el hombre y salió pedaleando reventándose los tímpanos con su Walkman, mientras retumbaba en el fondo de su corazón el “Hoy me iré de casa” de su otrora ídola infantil, que hasta hoy lo acompañaba en sus noches de pre-puber y atardeceres terciopelo en que su piel velluda poco a poco lo convertía en hombre.
   De su madre nunca más supo, de su padre para qué hablar. La última vez que pensó en ellos fue cuando esos azares y menjunjes de la vida lo llevaron a dar frente a la fachada desgastada de esa casita apolillada en arriendo del Cerro Barón, aquella donde años atrás inocentemente modificaba su sexo de forma artesanal y daba sus primeros pasos de artista trans junto a Karen, la única niña dentro de sus amigos del Club de cachureos y Mundo mágico que lo comprendía, tal vez por sentirse tan diferente como él. Ahí ya había pasado harta agua bajo el puente y la canoa de Ramón estaba más que permeada por el agua salada y el olor a Fish de las caletas City Patrimoniales del turístico Valparaíso. A la Trevi la habían soltado y volvía en versión MP3 con su “Y todos me miran”, que traía a los colas de la generación vueltos loca, aún más de lo que ya eran y un Ramón de metro setenta y seis a taco alto, se hacía llamar Karen como su recordada buena amiga, entre los pasajes, escaleras y avenidas de la herradura flotante. Así fue como una que otra chupeteadíta al destino llevó a Ramón, o mejor dicho la nueva Karen, al hospital. Fisura anal por un gollete y tres dientes al exilio de la San Mateo, pero las desgracias nunca vienen solas y entre examen y examen, y arrancando de la POSITIVA enfermedad de moda, así como jugando a las escondidas con su entrañable amiga Karen, la pequeña le fue a avisar que volverían a las pistas, pronto, muy pronto se reunirían en GLORIA y majestad sobre los escenarios del reino alado, del cuarto signo zodiacal. Entonces ya no quedaba más por hacer, la Karen que no era Karen, sino Ramón, rompió el chanchito dejándole el culo intacto, hoy por ti y mañana por mí. Juntó los pocos pesos que había ahorrado durante sus años de patiperréo y arrendó la casita de muñecas, esa, la misma de sus recuerdos que ahora al igual que él, yacía en el abandono.
   Hoy, a mitades de aquel cerrito, todavía se puede escuchar el tarareo dulzón rasposo del Ramón y la Karen, quienes juntos ensayan el estreno de su próximo concierto. El Ramón alisa las pelucas y zurce el traje blanco, porque se irá “Vestida de Azúcar”, mientras la Karen lo ilumina por el tragaluz de aquella habitación, esperando su fraternal encuentro sellado con una entonada “Rosa Blu”.


Ilustración de Juan Muñoz Martinez
para VALPOAPARTADO


Relato incluido en el libro "Valpoapartado"
Por PUNTO APARTE