Karen cepillaba su cabellera, porque sí era suya, sólo que esta vez
no la llevaba sobre su cabeza. Aun así pasaba horas cada día desenredando la
castaña extensión de sus recuerdos, horas intentando hilvanar pelo a pelo, como
tratando de recobrar el pasado caído ante sus pies. Karen, no era Karen, era
Ramón. Y Ramón atesoraba entre cajones la imagen desgastada de su tersa piel
arrebatada por el tiempo.
La tonada noventera que sucede al Play del personal estéreo da
musicalidad al brillo semi escarchado restante de las cortinas que encierran la
historia de aquella habitación Cerro Baronal Porteña, donde dos cincoañeros
jugaban a mover la mollera al ritmo de Gloria Trevi y su revolucionario “Pelo
Suelto”. Uno es Ramón, la otra es Karen y su temprana leucemia. La calvicie
pelusera corona sus ojos de princesa Kid del Rock & Pop `93. Entonces la
diva hacía sonrojar a madres de niñas y adolescentes que copiaban sus blusas
escotadas y cabello escarmenado, mientras sus padres se calentaban viendo a las
chiquillas de medias rasgadas y jeans cortados a medio glúteo, como la salvaje
enchiladívora que rompía camisas de pelo en pecho sobre los escenarios
Afroamericanos.
Ese año todos
quisieron ser Gloria, no importaba el sexo ni la edad, era una cuestión de
actitud. Todos querían mover la piojera rulienta del negro azabache, aunque
fuese en la rebeldía triste del “Con los ojos cerrados” y
Ramón no era la excepción. Aun así
debía contener la frustración de ir disfrazado del hombre araña tan de moda,
payaso KITCH o lo que estuviese al alcance del poco tiempo de sus padres en los
días especiales del jardín infantil. Mientras cada una de sus compañeritas
Mini Star, presumía sus tutos polluelos entre el ropaje desgastado que se
imponía de moda por la ídola de las tortas de jamón. Todos querían ser Gloria,
no importaba color de piel, ni talla de pantalón. Una que otra Disney Princess,
que hoy por hoy debía cargar con la tradición del tercer crío, un par de milicos
con el casco prestado del papi, ese que se llevó entre la maleta cuando lo
expulsaron del regimiento por tener una patita media corta y algunos intentos
de animales forzados entre los que se encontraba infelizmente Ramón queriendo
pertenecer a los clones de la panti rota.
Karen, por otro lado además de luchar con su avanzada enfermedad, debía lidiar el
trágico suceso del otoño pelechero de su niñez adormecida por la quimio. Ella
tampoco podía ser Gloria, al menos no entre sus amigas que zangoloteaban su
melena Ballerina Manzanilla. Pero en la habitación, en ese cuartucho
quebracional a medio cerro de su puerto natal, ambos pequeños daban acción a
sus improvisados conciertos, repitiendo una y otra vez la melodía movediza del
lápiz BIC retrocediendo la cinta, porque todo buen artista ensaya una y otra
vez sus pistas. Se improvisaban coloridas pelucas con plumeros festivos de
papel volantín reciclados de pasados aniversarios colegiales de hermanos
mayores. Poleritas anudadas al pecho a lo Garibaldi, y escobando el latón del
tragaluz, iluminaban su maderal escenario clavisuelto de ensueños infantiles,
donde todo podía ser posible. Todo, como que habían dos Glorias, una calva y
otra peque varonil morocha, ambas entangadas al calzón chino, microfoniando al
primer semi falo con el que pudiesen tararear el reestrenado “Rock de la cárcel”, traído en primicia
por la melenuda de la TV.
Ese año no sólo se rompió la radio, cayéndose desde la cómoda hasta la
emplumada cabeza de Ramón en uno de los tantos conciertos, también se enredó
irremediablemente la magnética hilera de momentos por tanto adelantar y
retroceder el casette. Junto a ello también se fue Karen enclaustrada en su
camarín privado bajo la tierra del nunca jamás y las coronas de clavel
obsequiadas por sus incrédulos fans. Como una verdadera Rock Star abandonó a
temprana edad las pistas al no poder con los excesos del Shake Shake de manjar,
el Super 8 y los dulces de a peso del negocio de Doña Juana. Ramón de pura
tristeza soltó el suancito de entre sus piernas y junto a su madre, quien
escapaba de una relación matrimonial fallida, dejó la ciudad meses más tarde
para dejarse inspirar por el aire campestre del interior quinta regional. Todo
artista merece su brake.
Los años pasaron tan rápido como los nuevos cantantes express que traía la
parrilla del novedoso MTV y la masificación del TV-Cable en las mediaguas
periféricas post modernas de la Urbe, que casi como un pack de las 4 paredes
astilladas incluía la ovalada antena satelital. Por el dos mil a la Trevi se le
iba la Gloria y fue encerrada entre caipiriñas en una cárcel de Brasil por
supuesta trata de empantrucadas, pero Ramón tenía otros problemas. Debía lidiar
con los tantos nuevos papis que le traía su madre en cartelera a ver si de una
vez por todas aprendía a jugar a la pelota, taca-taca o aunque fuese a las
bolitas como los otros niños del barrio y sin aguantar más, un día se puso sus
lentes de sol dos luqueños, echó unas cuantas prendas a su mochila Pascualina,
tomó su bicicleta, porque a pesar de todo era bien deportista el hombre y salió
pedaleando reventándose los tímpanos con su Walkman, mientras retumbaba en el
fondo de su corazón el “Hoy me iré de casa” de su otrora ídola
infantil, que hasta hoy lo acompañaba en sus noches de pre-puber y atardeceres
terciopelo en que su piel velluda poco a poco lo convertía en hombre.
De su madre nunca más supo, de su padre para qué hablar. La última vez que
pensó en ellos fue cuando esos azares y menjunjes de la vida lo llevaron a dar
frente a la fachada desgastada de esa casita apolillada en arriendo del Cerro
Barón, aquella donde años atrás inocentemente modificaba su sexo de forma
artesanal y daba sus primeros pasos de artista trans junto a Karen, la única
niña dentro de sus amigos del Club de cachureos y Mundo mágico que lo
comprendía, tal vez por sentirse tan diferente como él. Ahí ya había pasado
harta agua bajo el puente y la canoa de Ramón estaba más que permeada por el
agua salada y el olor a Fish de las caletas City Patrimoniales del turístico
Valparaíso. A la Trevi la habían soltado y volvía en versión MP3 con su “Y
todos me miran”, que traía a los colas de la generación vueltos loca, aún
más de lo que ya eran y un Ramón de metro setenta y seis a taco alto, se hacía
llamar Karen como su recordada buena amiga, entre los pasajes, escaleras y
avenidas de la herradura flotante. Así fue como una que otra chupeteadíta al
destino llevó a Ramón, o mejor dicho la nueva Karen, al hospital. Fisura anal
por un gollete y tres dientes al exilio de la San Mateo, pero las desgracias
nunca vienen solas y entre examen y examen, y arrancando de la POSITIVA
enfermedad de moda, así como jugando a las escondidas con su entrañable amiga
Karen, la pequeña le fue a avisar que volverían a las pistas, pronto, muy
pronto se reunirían en GLORIA y majestad sobre los escenarios del reino alado,
del cuarto signo zodiacal. Entonces ya no quedaba más por hacer, la Karen que
no era Karen, sino Ramón, rompió el chanchito dejándole el culo intacto, hoy
por ti y mañana por mí. Juntó los pocos pesos que había ahorrado durante sus
años de patiperréo y arrendó la casita de muñecas, esa, la misma de sus
recuerdos que ahora al igual que él, yacía en el abandono.
Hoy, a mitades de aquel cerrito, todavía se puede escuchar el tarareo dulzón rasposo del Ramón y la
Karen, quienes juntos ensayan el estreno de su próximo concierto. El Ramón
alisa las pelucas y zurce el traje blanco, porque se irá “Vestida de
Azúcar”, mientras la Karen lo ilumina por el tragaluz de aquella
habitación, esperando su fraternal encuentro sellado con una entonada “Rosa
Blu”.
Ilustración de Juan Muñoz Martinez
para VALPOAPARTADO