Atormentado y excitado, él se revuelca bajo
el cobertor, masajeando su glande contra nalgas tersas y suaves. Tiene miedo, pero
no lo sabe, aunque verdaderamente ambos lo tienen. Uno de entregar su cuerpo y
el otro de romper algo más que el corazón del pequeño. Sube la música mientras se cierran las cortinas, la ropa
se derrite junto al calor de una tarde primaveral y vientos sutiles intentan
apaciguar las emociones del momento. Se besan, se esquivan y se piensan, mientras en otros piensan. Pero su carne ya está
tirada, húmeda y cocinada, lista para servir y disfrutar. Los dedos son
sensibles a toda pulsación y quieren dejar su huella de punta filosa en pieles
suaves y virginales. Una frase fomenta el que hacer, mientras un grito de dolor
lo irrumpe todo. Es un espejo, no un espejismo. Tan real como el recuerdo de
hace seis años, donde un cuerpo yacía sobre la alfombra y la penumbra de la
luna iluminaba otro dieciocho añero bañado en alcohol, ardiente de cicatrices
de placer. Ahora no hay maldad, sólo deseo, pues ambos lo tienen y es fácil de
saber.
El tiempo se agota y suenan las alarmas. Una prostitución moderna, como
un trámite vulgar de quien va y viene. No hay palabras, ni miradas. Se oye un
“Te amo”, mientras él sigue sin querer verse en ese otro él. Si uno sufre,
ambos lo harán. Ese amor debería bastar, pues no es sentimiento de deseo, es
evitar un mal mayor.
Ahora su carne es cercenada, preparada y ya probada. Su carne está
catada, comida y vomitada. Su carne fue servida, disfrutada y desechada. Su
carne fue el menú de una tarde de ocio flagelada.