viernes, 22 de abril de 2016

La Entrevista





   Ir a una entrevista de trabajo es como participar de un reality, pero de esos de principio de milenio, donde no metían rostros faranduleros. Hay cuerpos de todo tipo, los morenitos, más viejitos, solterones, de medio pelo y lais. Ahí, para pasar la espera mi única entretención es sapear al resto, cuando no falta la vieja que lleva un libro para pasar el rato, el chiquillo popero que intenta imponerse con sus audífonos gigantones o el guacho medio nerd que juega nervioso con su teléfono dando saltitos con las manos.
   Pasan unos minutos y empiezo a tazar la carne tratando de encontrar alguna prima o hermanito de leche, así como para hacer amigos. Pero lo único que se ve es un viejo que tiene pura cara de mal culiado. Y ahí estamos todos, de nuevo en la sala de espera, mirándonos las caras y seguramente todos diciéndonos en el adentro. A este me lo cago. No, si este no va a quedar. Yo soy más encacháo. Tiro más pinta. En eso cierran la puerta, no cabe más gente. Somos como treinta y cinco weónes entre choros y tulitas. Típicas entrevistas de trabajo de holding tipo fábrica a mitad de ruta, cerca de la rotonda Santa Julia. El espacio comienza a hacerse pequeño y es cuando se me vienen a la mente esas películas de terror malas que dan por el SPACE en el trasnoche veraniego. ¿Y si hacen que nos matemos entre nosotros? Voy a agarrar un lápiz. Sí. Un lápiz. Esta será mi arma mortal. Uno ya empieza a pensar en lo peor, de puro aburrido, está claro. Cuando en eso vuelve a abrirse la puerta y entra un guacho de buzo. Sus veintitrés años, polerita morada de algodón, ojos claros, corte a lo milico y ese puto pantalón de buzo que hace remarcar su poto gordito de futbolero de cerro. Conchetumare, menos mal que esta weáh está llena, quédate paraíto no más. Todos lo miran, todos saben que el weón es rico y sé que en el fondo todos fantasean con hundir su lengua en ese hoyito pichanguero. Se apoya contra la pared y pone sus manos entrelazadas a la altura del paquete, como diciéndome. ¿Lo queríh, maricón? ¿Lo queríh? Empiezo a cachar que estoy siendo muy obvio y trato de virar la vista para otro lado, pero no puedo dejar de imaginarme como se sentirían esas nalgas dándome de a dos coma tres embestidas por segundo y lo vuelvo a mirar. Tiene sus tetitas marcadas. En eso entra una weóna de delantal blanco y lentes con pura pinta de tía del casino, pero tiene una carpeta y un lápiz, así que cacho que debe ser alguien importante. Dice algunos nombres, se lo lleva la muy maraca y eso fue todo. Mister poto se pega una última acomodadita, como despidiéndose de su fanaticada, y yo, soltándome un poco la corbata y el primer botón de la camisa empiezo a preguntarme, ¿Dónde cresta estará el baño?





Relato incluido en el libro "Valpoapartado"
Por PUNTO APARTE




jueves, 21 de abril de 2016

Todos Fuimos GLORIA



   Karen cepillaba su cabellera, porque sí era suya, sólo que esta vez no la llevaba sobre su cabeza. Aun así pasaba horas cada día desenredando la castaña extensión de sus recuerdos, horas intentando hilvanar pelo a pelo, como tratando de recobrar el pasado caído ante sus pies. Karen, no era Karen, era Ramón. Y Ramón atesoraba entre cajones la imagen desgastada de su tersa piel arrebatada por el tiempo.
   La tonada noventera que sucede al Play del personal estéreo da musicalidad al brillo semi escarchado restante de las cortinas que encierran la historia de aquella habitación Cerro Baronal Porteña, donde dos cincoañeros jugaban a mover la mollera al ritmo de Gloria Trevi y su revolucionario “Pelo Suelto”. Uno es Ramón, la otra es Karen y su temprana leucemia. La calvicie pelusera corona sus ojos de princesa Kid del Rock & Pop `93. Entonces la diva hacía sonrojar a madres de niñas y adolescentes que copiaban sus blusas escotadas y cabello escarmenado, mientras sus padres se calentaban viendo a las chiquillas de medias rasgadas y jeans cortados a medio glúteo, como la salvaje enchiladívora que rompía camisas de pelo en pecho sobre los escenarios Afroamericanos.
   Ese año todos quisieron ser Gloria, no importaba el sexo ni la edad, era una cuestión de actitud. Todos querían mover la piojera rulienta del negro azabache, aunque fuese en la rebeldía triste del “Con los ojos cerrados” y Ramón no era la excepción. Aun así debía contener la frustración de ir disfrazado del hombre araña tan de moda, payaso KITCH o lo que estuviese al alcance del poco tiempo de sus padres en los días especiales del jardín infantil. Mientras cada una de sus compañeritas Mini Star, presumía sus tutos polluelos entre el ropaje desgastado que se imponía de moda por la ídola de las tortas de jamón. Todos querían ser Gloria, no importaba color de piel, ni talla de pantalón. Una que otra Disney Princess, que hoy por hoy debía cargar con la tradición del tercer crío, un par de milicos con el casco prestado del papi, ese que se llevó entre la maleta cuando lo expulsaron del regimiento por tener una patita media corta y algunos intentos de animales forzados entre los que se encontraba infelizmente Ramón queriendo pertenecer a los clones de la panti rota.
   Karen, por otro lado además de luchar con su avanzada enfermedad, debía lidiar el trágico suceso del otoño pelechero de su niñez adormecida por la quimio. Ella tampoco podía ser Gloria, al menos no entre sus amigas que zangoloteaban su melena Ballerina Manzanilla. Pero en la habitación, en ese cuartucho quebracional a medio cerro de su puerto natal, ambos pequeños daban acción a sus improvisados conciertos, repitiendo una y otra vez la melodía movediza del lápiz BIC retrocediendo la cinta, porque todo buen artista ensaya una y otra vez sus pistas. Se improvisaban coloridas pelucas con plumeros festivos de papel volantín reciclados de pasados aniversarios colegiales de hermanos mayores. Poleritas anudadas al pecho a lo Garibaldi, y escobando el latón del tragaluz, iluminaban su maderal escenario clavisuelto de ensueños infantiles, donde todo podía ser posible. Todo, como que habían dos Glorias, una calva y otra peque varonil morocha, ambas entangadas al calzón chino, microfoniando al primer semi falo con el que pudiesen tararear el reestrenado “Rock de la cárcel”, traído en primicia por la melenuda de la TV.
   Ese año no sólo se rompió la radio, cayéndose desde la cómoda hasta la emplumada cabeza de Ramón en uno de los tantos conciertos, también se enredó irremediablemente la magnética hilera de momentos por tanto adelantar y retroceder el casette. Junto a ello también se fue Karen enclaustrada en su camarín privado bajo la tierra del nunca jamás y las coronas de clavel obsequiadas por sus incrédulos fans. Como una verdadera Rock Star abandonó a temprana edad las pistas al no poder con los excesos del Shake Shake de manjar, el Super 8 y los dulces de a peso del negocio de Doña Juana. Ramón de pura tristeza soltó el suancito de entre sus piernas y junto a su madre, quien escapaba de una relación matrimonial fallida, dejó la ciudad meses más tarde para dejarse inspirar por el aire campestre del interior quinta regional. Todo artista merece su brake.
   Los años pasaron tan rápido como los nuevos cantantes express que traía la parrilla del novedoso MTV y la masificación del TV-Cable en las mediaguas periféricas post modernas de la Urbe, que casi como un pack de las 4 paredes astilladas incluía la ovalada antena satelital. Por el dos mil a la Trevi se le iba la Gloria y fue encerrada entre caipiriñas en una cárcel de Brasil por supuesta trata de empantrucadas, pero Ramón tenía otros problemas. Debía lidiar con los tantos nuevos papis que le traía su madre en cartelera a ver si de una vez por todas aprendía a jugar a la pelota, taca-taca o aunque fuese a las bolitas como los otros niños del barrio y sin aguantar más, un día se puso sus lentes de sol dos luqueños, echó unas cuantas prendas a su mochila Pascualina, tomó su bicicleta, porque a pesar de todo era bien deportista el hombre y salió pedaleando reventándose los tímpanos con su Walkman, mientras retumbaba en el fondo de su corazón el “Hoy me iré de casa” de su otrora ídola infantil, que hasta hoy lo acompañaba en sus noches de pre-puber y atardeceres terciopelo en que su piel velluda poco a poco lo convertía en hombre.
   De su madre nunca más supo, de su padre para qué hablar. La última vez que pensó en ellos fue cuando esos azares y menjunjes de la vida lo llevaron a dar frente a la fachada desgastada de esa casita apolillada en arriendo del Cerro Barón, aquella donde años atrás inocentemente modificaba su sexo de forma artesanal y daba sus primeros pasos de artista trans junto a Karen, la única niña dentro de sus amigos del Club de cachureos y Mundo mágico que lo comprendía, tal vez por sentirse tan diferente como él. Ahí ya había pasado harta agua bajo el puente y la canoa de Ramón estaba más que permeada por el agua salada y el olor a Fish de las caletas City Patrimoniales del turístico Valparaíso. A la Trevi la habían soltado y volvía en versión MP3 con su “Y todos me miran”, que traía a los colas de la generación vueltos loca, aún más de lo que ya eran y un Ramón de metro setenta y seis a taco alto, se hacía llamar Karen como su recordada buena amiga, entre los pasajes, escaleras y avenidas de la herradura flotante. Así fue como una que otra chupeteadíta al destino llevó a Ramón, o mejor dicho la nueva Karen, al hospital. Fisura anal por un gollete y tres dientes al exilio de la San Mateo, pero las desgracias nunca vienen solas y entre examen y examen, y arrancando de la POSITIVA enfermedad de moda, así como jugando a las escondidas con su entrañable amiga Karen, la pequeña le fue a avisar que volverían a las pistas, pronto, muy pronto se reunirían en GLORIA y majestad sobre los escenarios del reino alado, del cuarto signo zodiacal. Entonces ya no quedaba más por hacer, la Karen que no era Karen, sino Ramón, rompió el chanchito dejándole el culo intacto, hoy por ti y mañana por mí. Juntó los pocos pesos que había ahorrado durante sus años de patiperréo y arrendó la casita de muñecas, esa, la misma de sus recuerdos que ahora al igual que él, yacía en el abandono.
   Hoy, a mitades de aquel cerrito, todavía se puede escuchar el tarareo dulzón rasposo del Ramón y la Karen, quienes juntos ensayan el estreno de su próximo concierto. El Ramón alisa las pelucas y zurce el traje blanco, porque se irá “Vestida de Azúcar”, mientras la Karen lo ilumina por el tragaluz de aquella habitación, esperando su fraternal encuentro sellado con una entonada “Rosa Blu”.


Ilustración de Juan Muñoz Martinez
para VALPOAPARTADO


Relato incluido en el libro "Valpoapartado"
Por PUNTO APARTE






lunes, 11 de enero de 2016

Papá Taxista



   Cae la lluvia, empañando continuamente el parabrisas de papá taxista. Así deseo llamar al hombre que conduce el colectivo esa tarde de cotidiana subida periférica al cerro. Tiene unos cuarenta, tal vez un poco más. Yo le pregunto cuánto es el pasaje desde mi calle hasta ese nuevo sector poblacional en donde me disponía a visitar a un amigo. El viento hacía sonar cada vez más los techos de latón de las casas del camino. Él manejaba lento, posiblemente esperaba encontrar otro pasajero que necesitase sus servicios móviles esa tarde de Domingo final mundialera.
   Sobre el típico mesoncito que tienen los autos al frente de los asientos delanteros, había un par de juguetes, lo que me hacía pensar que tal vez aquel hombre tenía hijos o al menos un varón. El primero era un Batman sobre una moto, con su culito bien para atrás y una plástica capa que ocultaba su potito enmallado, listo para ser lamido y sodomizado en una fantasía látex. Si hasta parecía que sus manos estaban amarradas contra el volante, dejando dispuesto e indefenso a ese hombre misterioso que se ocultaba bajo ese antifaz super heróico. Siempre me gustó Batman, era mi super héroe favorito. Me encantaba verlo sumergido en esa ciudad super darks emo infantilizada, haciendo piruetas, colgando de los edificios, esperando que en algún momento en una abertura y cerrada de piernas se marcase aunque sea por cuarto de segundo su caricaturizado Bati-paquete. Ahora lo tenía ante mí, como siempre desee tenerlo, pero en una versión Mattel, con sus músculos bien ceñidos y abultados en una copia juguetera sexualizada, bien típica de mediado de los noventa.
   El segundo juguete era un oso de peluche, un poco más grande que el Batman motoquero que yacía frente a él, ofreciéndole su jugoso ano bien pegadito contra su vientre. Con el oso era inevitable imaginar uno de esos velludos hombres de internet, bien pechuones y con aros gruesos en las tetillas. El oso era tiernucho, le faltaba el puro corazón en la guata para parecer cariñosito. Pero esa puta mirada de weón, más me hacía pensar en el orgasmo que sentía el animal al sentir su peluda tula en el agujero bati-constrictor del caballero de la noche. Quería tomarle una foto al cuadro plástico que me deleitaba, pero sabía que sería muy extraño de mi parte. Sin embargo intentaba guardar en el HD de mi mente la juguetera imagen que mis ojos no paraban de mirar, intentando buscar el Angulo adecuado.

   Cuando noté que el chofer me observaba de reojo, me cohibí y para romper el acto pregunté si faltaba mucho para llegar. Hasta aquí llega la población que buscas, me dijo. Y yo, asustado, creyendo que me había pasado de largo le pregunté si por ahí había alguna verdulería. Con el auto detenido, el hombre me mira fijamente, sonríe y me responde que quedaba una cuadra más allá. Vuelve a hacer partir el auto y al llegar, me despido visualmente de los juguetes, intentando no olvidar ningún detalle, ni ninguna posición. Bajo del auto y antes de cerrar la puerta, Papá taxista me pregunta con mirada devoradora. ¿Te gusta mucho Batman? Yo sólo sonreí.

Relato incluido en el libro “Valpoapartado”
Por Punto Aparte










sábado, 9 de enero de 2016

Spice Hámster

   Primero fue uno, peludito peludito y dientón. El pequeño a sus diez años le insistió tanto a su madre, en que ya estaba en edad de tener una mascota, porque ya era responsable y ya no veía tantos monitos en la tele. Ahora estaba más en la moda del MTV y sus videos poperos artista modernos sensualones. Eran los años finales de los 90, y los quintetos teen traían vueltas locas a las juventudes morochas con sus ídolos rubi-castaños, pelirojizos, y morenos oji verdiazulados. Los pichulines Backstreet Boys y su contraparte feminizada, las Spice Girls. Cada integrante con su distinguida personalidad, su color representativo, su bebida favorita y hasta su respectivo Ken y Barbie se promocionaban entre álbumes, chicles, desodorantes y hasta calcetines. Y el pequeño así bien macho, o al menos intentando demostrarle a su hermana mayor, que lo era, pues así como a ella le gustaba la banda del Kevin, Braian, Nick y demases, el menor optó disque masculinamente por las chicas picantes del Londres. Entonces entre su afán de rellenar cuadernos con fotitos y esquelitas de las locatelis, y rebobinar una y otra vez los casetes piratas que se compraba a luca en la Avenida pedro Montt, juntando las chauchas de la colación, un día caminando por el centro junto a su mami, el pequeño encaprichado, le pidió un hámster envitrinado para querer, cuidar y entrenar cual pokemon intercambiable. Gery Halliwell, quería llamar a su nueva y mini roedora mascota. Gery, como la ginger spice pelirroja del clan, por lo que exigió que la bola peluda fuese hembrita, pero la mano comerciante del vendedor casi al azar termino por darle un pequeñín y cafi-blanco varón. Claro que el pequeño no supo esto hasta un par de semanas después, que la Gery murió insolada, colgada en su jaulita en pleno patio. Pues por un acto de buena persona, la mami del pequeño sacó al bichito, como ella lo llamaba, a aprovechar el lindo día, pero la Halliwell dientona terminó por rostizarse al candor de un “WANNABE” veraniego, entonces al ir a sacar el cadáver de la diva peluda, el pequeño por primera vez cachó que la princesita traía coquitos y que la inocente había pasado toda su corta vida mascotera siendo un hámster atravestado accidentalmente por su amo.
   Al fin de semana siguiente en la feria de las pulgas, nuevamente el pequeño pidió otro hámster, también mujer y esta vez sí que lo era. Seria la puta y como todo hámster, no hacía más que correr todo el día en su ruedita de alambre enrejado. Esta se llamó Victoria, como la spice del beckham, la posh spice, la elegante. O al menos así se llamó en su corto día de vida hogareña, ya que el pequeño, probando la inteligencia del roedor, la metió en un laberinto artesanal de cajitas de té, sólo que olvidó hacerle agujeritos para que pudiese respirar, entonces la pobre murió asfixiada sin encontrar jamás la zanahoria de premio, aunque fuese una gotita de aire en fuga.
   Luego vinieron Mel B y Mel C, obsequiadas por casualidad el mismo día de su cumple, pero por familiares distintos. Pero en el mismo instante en que el cumpleañero intentó mezclar a ambas criaturas en la jaula de las otras dos difuntas, tanto scary spice, la salvaje, como sporty spice, la deportista, se agarraron mutuamente de la mini cola a mordiscos bidentales de sus largas y filudas paletas, sacándose entre sí, una un ojo y otra una patita. Cuando al fin pudieron sacarlas de la mini cárcel roedora de colores, ya era demasiado tarde y las dos Mel se fueron antes de que el pequeño pudiese ponerlas a bailar al ritmo de un “STOP”, a cambio de eso sonó un “VIVA FOREVER” antes de siquiera poder romper la piñata.

   La Emma Buton vino varios meses después, siendo de todas las hámster que el pequeño había tenido, la más pequeña. Hasta poco pelo tenía la pobre, de echo antes que pudiese alcanzar a crecerle de lleno el bigote, el Leo Di Caprio, el gato quiltro de su hermana mayor, fue a alcanzarlo en una huida furtiva entre aseo y aseo, siendo devorado de un solo tarascón por el Leo, para luego ser atravesado por lo únicos dos dientes buenos que tenía el gato flaite. Y esa fue la corta vida de las spice del pequeño, de ahí en adelante nunca más quiso saber de mascotas, menos de roedores, total si era por tener sus propias spice, bien podía usar su imaginación y hacer actuar a sus articulados Vegeta, Trunks y Gokú´s, vestirlos con papel higiénico, presionar play y jugar recreando conciertos hasta la pubertad, soñando que algún día sus ídolas llegarían al festival, antes de pasar de moda en la historia musical.



Relato incluido en el libro “Valpoapartado”
Por Punto Aparte

viernes, 8 de enero de 2016

Algo Huele Mal


   Viene dormitando. Echado, recostado con la cabeza de lado en el asiento del bus. A su lado un proyecto de actriz santiaguina, de esas tipo cuiquita Broadway y TV, que no para de articular el botox contra sus compinches rubio cenicienta, hablando de su papi metido en la coca y lo triste que es su vida con un par de dolaritos menos, pero ella es una mujer de esfuerzo y no descansará hasta convertirse en la próxima Elisa de la novela nocturna. Bajo sus lentes tipo mosca tse tse, de seguro, una memory emotiva lagrimilla Stanislavskiana debe estar a punto de chapotear en la cristalidad de su azulado iris, pero el  gringo paquetón que lee a Truman Capote en el asiento número cinco al costado del pasillo, se le hace lejos más interesante que el prototipo chilensis de “Lo que callamos las mujeres lais”.


   Llega el bus al terminal de Valpo, su puerto querido oliente a incontinencias de todo tipo. Su morbo lo sabe y se deleita con ese olor a orinoterapia que pronto lo hace sentir en casa, pero una postal encendida tras los cerros, sella su regreso entre cahuines de colectiveros chispeantes que potencian las tímidas llamaradas humeantes que se divisan a lo lejos desde los palcos cerrunos de palos entre cruzados. Miradores naturales embarrados, que entre sapéo y sapéo sólo dan vista a otros miradores quebracionales, donde los últimos rayos del sol estacional reflejan su tímida luz sobre botellas de Pilsen y packs diseccionados de latas en promoción, haciendo que ese olor a navidad pasada recuerde a sus pobladores que el camión basurero no pasó en harto tiempo y la quebrada junta vecinal fue la mejor guarida para esos tesoros que se camuflan entre el olor a pañal de guacho chico y regla de virginidades desahuciadas, de la elite medio peluna, medio clasista, medio a crédito, medio endeudada de la capital cultural de la raquítica nación.
   Pasan las horas y el mismo viento, que en Septiembre anima en pajas adolescentes colores papeleros que se cortan entre sí, se cuela por escaleras y callejones de casas que siempre fueron color oxido ceniza, pero que la teleserie popular de antaño, no quiso mostrar por miedo al bajo rating que traería el afiche descolorido de las gigantografías e infomerciales televisivos.
Lentamente, la periferia se ilumina en tono infierno, tras un político edificio que parece dar la espalda a los gritos desesperados de un Sodoma y Gomorra casi patrimonial, casi protegido, casi ya extinto del Tourist Map. La tele sube las calles cámara en mano, sobre sus motorizadas Van, para transmitir el safari carroñero que lanza en titular a doña María llorando por su perro Amaro Gómez, calcinado entre las brasas. Al tío Petter, atónito, con sus dos pilchas, mirando el peladero incendiado, ese que lo vio crecer cuando se tiraba en cartones cerro abajo. Entonces llueven los panes batidos con fiambre que suben en caravana desde el plan, cargados en jóvenes mochilas de cuotas estatales. Pero el fuego todavía no se puede apagar y se abren albergues que se llenan de mamis que se pasan después del trabajo a clasificar calzones santiaguinos por tamaño de hoyo. Y en peregrinación suben y suben universitarios, picota en mano, mientras el cola porteño, entre tanta preocupación y tanto sopaipleto bailable para reunir fondos, se deleita viéndolos bajar entierrados con olor a hombre, pensando en cómo ayudar y donde poner su puestito de ducha y masaje gratuito para los hombrones que llegan desde todo chile, entre ellos el mismo gringo paquetón del bus, subiendo el cerro pala al hombro, poto y peo con las cuicas teatreras. Si no digo yo, las tragedias unen al mundo. Y el cola, muy cuarteador será, pero tiene conciencia y escribe en la red social de moda “Cómo no ayudar, si el pueblo es educado para ser mano de obra”. Si poco menos que se nace con la escoba en la mano y la cara con tierra pegada entre los mocos del invierno. Es algo simple subir el cerro a pata, cuando los micreros no te aceptan el pase, pero la juventud no es rencorosa, y como el cabezón Marcelo y sus monos cachureros jubilados le enseñaron que el rencor es malo, ahí están San Roqueando entre nubarrones con el mismo chofer que no les paraba los Lunes en la mañana, porque a los lejos, éste distinguía la universitaria tarjetita azul plastificada.
   Mientras tanto los medios no se quedan atrás. Que si ayuda no publique, que si publica no ayuda, que maten a la weóna con las llamas en el traste, que traigan más ayuda, que ya no traigan nah, que los perros no son prioridad, que la perra es usted, que el matinal, que el noticiario, que la sarna, que se olvidan del Sur, del Norte, del Este y del este otro que se achora y dice, “¿Yo te invité a vivir aquí?”. El turista que se indigna y entre julepe y desconcierto, prefiere ir a conocer La Chascona, total es lo mismo que la Seba. Las calles se llenan de milicos armados resguardando que ningún punga roteque trate de chorearse un plasma diciendo que es de primera necesidad, y el otro cómo chucha no va a pensarlo, si el Rafita, el Vicuñita y las Boloquito, se la pasan diciéndole que se encalille y cague tranquilo. Hileras de camionetas vociferantes, gritan que Pichuncoco ayudó a Valpo, revoloteando a las palomas que cagan sobre lo ya cagado y espantando a los quiltros que culean sobre lo que hace rato fue violado. Un par de machos terneados sacan cuentas sobre lo que será la próxima expansión de su holding favorito y lo bello que se verá encumbrado entre volantines.

   Valpito, la ciudad de los putrefactos meados colorinches, saca pica a las casonas neoclásicas desde sus palafitos, que como la mala hierba nunca morirán y volverán a crecer por esos rincones de la urbe que nadie quiere ver. Donde, como colillas de cigarro tiradas con desprecio sobre el asfalto adoquinado, la mugre, la mierda y lo marginado se seguirán acumulando hasta que un próximo flash vuelva a hacer formar parte del jet set Chilensis a ese "Valpoapartado", travestido de adornos feriantes y perfumado de vino escalereado, donde tarde o temprano, la TV cambiara el incinerado titular por el gol de turno y las tetas nuevas de alguna cabra chica gritona.



Relato incluido en el libro “Valpoapartado”
Por Punto Aparte