Y es que claro, como todo dueño de casa, a
esas alturas de su vida le era inevitable pasarse uno que otro día de la semana
por las calles aliñadas del Mercado de Valpo. Después del trabajo, por Uruguay,
buscando ese comino faltante, la pomadita para el pecho, o sus cabecitas de
pescado para la sopa del gato. La avenida, como uno de los tantos malls
ambulantes que dirigen la ciudad en un “a luca caserito”, lo guiaba hacia su
destino verdulero, consiguiendo un par de kilos de lo básico; zanahoria,
cebolla, y papas. Toda una rutina entretenida entre el conseguir la promo del
día y vitrinear la mercancía amachada, embrutecida de los sacos al hombro,
resistidos a puro pantalón de salida de cancha, y para arriba a cuerito pelado
nada más, como buen wacho de cerro. Porque una de las gracias que tenía el ir
meterse al almendral, era justamente el encontrarse cara a cara con el choro
porteño. Ese que maneja la mafia de los vendedores de micro que compinchan
afuera de Fruna, el que te ofrece con descuento la última novedad del robo al
cerro de al frente, porque el que diga que no hay rivalidades entre nuestras
quebradas, de seguro nunca ha estado entre el limbo guerrero de las poblaciones
La Laguna y la Básica.
Pero de todos ellos, los que más le
tambaleaban la balanza, eran justamente los que le rellenaban la bolsa, los que
le decían va con regalo, esos que le ayudaban a armar el charquicán de la
semana. Y aunque no tenía algún puesto preferido, se dejaba seducir por el
llamado selvático del wanderino en horario laboral, quien con la misma potencia
que para los asados gritaba su respectivo ¡Sachei!, ahora alzaba su voz con el
afán de conquistar los bolsillos de esa clase que nunca le ha creído mucho a la
Santa Yapa.
Esa tarde de compras resultó distinta, y
cotizando por la piña para el mambo tropical que le aguardaba en unos días, se
fue a topar con el racimo más sabroso entre las frutas de estación, con el poto
más tierno entre los melones del cajón, con el gajo más jugoso de toda la
degustación. El moreno teta al aire, subía y bajaba cajas, marcando bíceps,
pecho y caluga. Con las tetillas mojadas, apuntando hacia los ojos mirones de
los transeúntes que pasaban como disimulando el cuarteo al trofeo de la pobla.
Ese muchacho que a punta de leche purita cereal y pichangas de barrio ya se
había transformado en hombre, y puta que rico el hombre.
Por supuesto, que el busquilla se quedó a
paso lento como inspeccionando la calidad del producto, mientras el feriante a
modo gogo dance se daba la vuelta preguntando “¿qué va a llevar?”, y este otro
saboreando la frutera le pregunta “¿a cuánto el kilo?”
Desde esa vez empezó a pasar casi todos
los días por el mismo sector, pero sólo lograba pillarlo un par de veces al
mes. Cuando eso pasaba, escaneaba a su presa con ojo de águila apresando los
huevos de la serpiente, aunque de seguro a este depredador le apetecía con todo
y culebra. Y de repente, hasta cruzaba a la vereda de al frente intentando
sacarle una foto borrosa para cuando por la noche le diese por degustar las
hortalizas. Se había vuelto su amor platónico, más bien, su fetiche platónico,
una fantasía plátano-tónica, en donde como cual donckey Kong se comía la gran
banana tras sortear los obstáculos de su encuentro.
Puros cuentos en su cabeza, los que un
buen día, una mala cita que terminaría en una rica cacha, lo llevó a las
ascendentes picadas culinarias del segundo piso del patromonial mercado. Si al
lindo lo invitaban, tampoco se iba a hacer rogar mucho, después de todo un bajón
era un bajón. Y con ganas de probar un cebichito fresco, caluroso se puso el
ambiente cuando se escucha el “¿qué se va a servir?” pronunciado por los labios
regorditos del cargador de su morboso delirio feriante. Lo quiero todo, dámelo
todo, me lo como aquí mismo y con la mano, pensaba entre fugaces pajas
mentales. Y tras degustar unas empanadas de loco, el seviche y una copita de
blanco, el caliente cliente clamaba por volver a aliñar su ensalada. Dejó un
Ignacio Carrera Pinto junto a la boleta, y se fue a cerrar los ojos con el
mecenas de apellido grinder que lo auspiciaba en esa oportunidad. Total, ya
sabía donde trabajaba, y sabía donde lo podía pillar.
Así fue como una vez por semana se pasaba
a almorzar la colación del día. Cada nueva llegada era otro paso para chupetear
ese duraznito, incluso se pasaba en horarios donde la concurrencia no era
demasiada, para así tener más tiempo de meterle conversa y hacerse el princeso
con el melocotón ton ton. Hasta que una noche, luego de dos sopaipillas y una
tasita de café sin mucha molestia, una mano enflorecida recién comprada sería
el anzuelo para aquella anhelada corvina que venía fileteándose con cada
propina, sonrisa y compadreo que se generaba en la sobre mesa.
Ya lo habían hablado, él sabía que el guacho
fumaba, porque en más de una ocasión, así como que no quería la cosa le había
preguntado por una buena de 5 o su lucazo. Y ahora que venía abastecido, que
era viernes, y que el puestito ya estaba por cerrar, no perdería la oportunidad
de invitar al morocho a unas humeadas locas al lado de la línea del metro. Todo
salió excelente, una enrolada y al cielo. Estaban los dos re locos, cuando
aprovechándose del pánico se lanza la idea de la chelita, “total me queda
hierba”, decía el otro, una excelente estrategia por lo demás, aprobada 100%
por el departamento de cazadores de heteros del Cola Chilean Institud.
Entonces su próximo destino fue ir a dar
bajo las pasarelas del paseo barón, sobre la arena, resguardándose bien atrás,
haciéndole el quite a las olas. Con cada sorbo del codiciado, el otro se sentía
más cerca de acabar. Con cada gotita que se le escapaba por la comisura del
labio, el otro saboreaba su propia humedad. Entonces, salieron las
conversaciones, las preguntas secretas, el yo nunca nunca, y todas esas
artimañas que un maricón experimentado utiliza para calentar el horno mientras
se amasa el pan. Y que cuando ya el objetivo no da más y desea salir corriendo
a buscar un huequito caliente que cobije su virilidad encarnesida, el otro le
ofrece su casa como after de la casería carretera del callejeo ebrio. Y es que
“allá tengo mucho más copete”, y “tengo mucho más verde”, todo lo que logre
convencerlo, y todo siempre será en mucho. Porque el otro sabe, que ya
teniéndolo entre sus paredes y a ciertos horarios del trasnoche, va a ser más
fácil encerrarlo entre sus sábanas, bajo la farsa de una amistad que oculta el
deseo absoluto de hacerle la maldad a un varón varón.
Ya están en casa y tras fumarse hasta los
restos del moledor, los cuerpos no dan mucho. Entre risas confianzudas post
vacile, semidesnudos en la cama comienzan las manitos muertas del rose casual
al fruto maduro que se va tanteando como comprobando la textura del racimo. Y
cuando la uva comienza a dar su jugo, una mano grande y firme le zambulle la
cabeza en un minuto de confianza. En un coma todo lo que pueda, y este otro
puta que va a comer. Ahí la sandía ya está calada, y el otro se sube mordiendo
las ciruelas negras en un desesperado acto del no quiero despertar. Mientras es
levantado cual otra caja más, arremetiendolo de arriba abajo, picoteando y
picoteando para armar el tuti fruti. Hasta que en un banana Split, la crema
como guinda de postre no se hace esperar tras los placenteros gritos morochos
de la musculada juventud obrera.
Luego de eso, el silencio también es
típico y es casi un punto irrenunciable del manual maricón. Al fin y al cabo,
tampoco es que una se quiera casar, si tras probada la muestra, son pocos los
que vuelven a comprar. Esta vez no fue la excepción, y aunque el otro volvió a
pasarse por una merienda al segundo piso del mercado, el guacho servido siempre
le hizo el quite a su otrora amigo fumón, perdiéndose de a poco entre los
recuerdos morbosos del casero comprador. Hasta que pasados los meses, anoche,
mientras sonaban las alarmas por el incendio al querido Mercado, al otro le fue
inevitable pensar sobre el futuro paradero del garzón feriante y su delicia
tropical. ¿A quién acidarán ahora esos gajitos? ¿Qué postre endulzarán sus
trozos? E imaginando, a cuánto podría cotizar el kilo ahora, de su morocha
frutera en promoción.